Sierra Helada

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Luis & Luis

Aún no entra luz del día, sigo cepillando y cepillando, en cuanto acabe con la dentadura voy a abrir la ventana, a tomar un buen golpe de aire mañanero y mirando al cielo veré como se presenta la mañana. Hay nubes, pero no tienen pinta de llevar agua que puedan regalar, puede que la previsión de: mañana soleada, sea correcta; pues la mañanas neblinosas siempre auguran días espléndidos, necesito que este refrán meteorológico se cumpla, hay muchas ilusiones. No es una mañana ordinaria, hoy vuelvo a reencontrarme con mi gran amigo Luis Villamediana, a quién cariñosamente llaman el Apegao. Este va a ser el segundo madrugón que vamos a compartir en menos de un año, muy pocos para nuestro gusto, teniendo en cuenta la miríada de ellos que hemos afrontado con nuestras blanquitas (entiéndanse, las bicis de montaña), en días pretéritos, que siempre han acabado llenos de sonrisas y sudores, aunque siendo fiel a la verdad, han sucumbido con cerveceo y tapeo.

            Uno de los grumetes nos ha fallado, José Ferrer, tiene un compromiso laboral ineludible y se reserva las ansias para otra jornada. Una pena, pues a pesar de haber compartido sólo una mañana en la salada laguna murciana, un hilo conductor de buenas sensaciones se tejió entre ambos. La novedad es un usuario que ha escrito en mi blog bajo el nombre de Gerardo, quien quiere acompañarnos a mi tocayo y a mí, con algún acólito suyo. Bienvenidos a bordo.

Cala Amerador del Racó d'Albir

          Sigilosamente entro con mi furgoneta por el bulevar que esconde la guarida del madrileño alicantinizado. Me recibe su can, ladra, es su misión, sonrió y observo su desmontable sobre el terrazo del jardín, desmontada, haciendo gala de su característica más notable dentro del mundillo de los kayaks. Del oscuro pasillo, aparece la silueta de mi amigo, vaya choque de sonrisas. Por costumbre mecánica ofrezco la mano, pero que narices… nos fundimos en un abrazo con buenas palmadas en la espalda, es posiblemente el mejor momento de la mañana, no sé que tiene este pájaro, bueno si, si que lo sé, es un amigo de los pies a la cabeza, de los que nunca piden, de los que siempre dan y derrochan. Acabadas las coñas sensibleras, aparece Carmen, dos besos y también me lanza un cañonazo de cordialidad y amistad.

Gerardo & Apegao

Café para todos, un poco de tertulia sobre mi roñoso pie y los carpinteros que me lo han manipulado y nos ponemos en marcha, son más de las nueve y media, si Gerardo está en la playa, nos estará maldiciendo con improperios sarracenos.

            Efectivamente, llegamos al punto elegido para la partida y nos encontramos con un gigante junto a un coche que en la baca lleva uno de esos artilugios diseñados en forma de jota para transportar kayaks canteados. No puede ser otro. Nos levanta la mano y nos regaña, vamos con unos veinte minutos de retraso. Pero no llega la sangre al río, nos presentamos y comenzamos a charlar sobre los kayaks, sobre rutas, etcétera, etcétera.

            En cinco minutos están dispuestas sobre los bolos del Cap Blanch las tres carabelas listas para cruzar el Mare Nostrum. Ponemos las proas rumbo a los acantilados de  Sierra Helada, concretamente hacia cala Mina. Gerardo tiene unos pequeños contratiempos en el ingreso, pero es un veterano lobo de mar y con soltura y rapidez resuelve todo. Agarra la pértiga con fuerza y en paralelo vamos remando hacia la cala. No podemos obviar esta parte del trayecto, hay que acercarse lo suficiente para no perderse ningún detalle de semejante joya de la naturaleza.

            Las nubes que he visto esta mañana, creo que se han ido a las rebajas, pues la luz es maravillosa, un tímido sol, hace que el verde de los pinos y los miles de tonos de las calizas compactadas por el paso de los milenios, conformen una inmejorable estampa, un hipnótico escaparate. Cuando vengo a darme cuenta, estoy con la vista perdida y la boca medio abierta. Intento repasar visualmente el gigante calizo que se yergue ante nosotros. Arriba coronándolo está mi viejo amigo y compañero de fatigas, el faro del Albir, siempre blanco y tan bello. Me vienen a la memoria las horas que he pasado apoyado en sus muretes ojeando el horizonte en busca de alijos. Todo un privilegio al alcance de muy pocos, pues primero hay que franquear un túnel con cadena y candado, y para entrar en las instalaciones hay que abrir una verde y ruidosa cancela metálica, de la que sólo teníamos la llave nosotros y los encargados de la señalización náutica.

           

           El mar está de vicio, apenas se mueve, aunque no se parece en nada a los días que he navegado en el Mar Menor. Aquí la cosa tiene algo más de marcha. El Apegao se mueve como el rabo de una lagartija, que meneo lleva. Su piragua es de menor eslora y con características que hacen que avance de forma algo más lenta que nosotros dos, pero él si algo tiene es potencia y resistencia. Nos cuenta detalles de sus anteriores travesías por esta ruta. Estoy deseando cruzar la punta, donde el oleaje se disloca frenéticamente, donde confluyen las  olas que vienen de tierra, las olas a estribor, a babor, creo que vienen hasta del fondo. Es un momento de auténtico malabarismo, no dejo de mover mis bracillos, de cantearme hacia donde creo que es lo más correcto, de gozar con cada pantocazo, experiencia guapa de verdad. Las olas nos permiten jugar al escondite, todos sabemos que estamos porque nos vemos por el rabillo del ojo, pero cada uno lleva su lucha particular con el titánico Poseidón. El agua lame la cubierta de mi Hasle, recorre la superficie del cubre bañeras y juega con las arrugas de mi cara, frescas caricias, maravilloso sabor el que me dejan estas alocadas olas. Pero lo bueno dura poco en esta vida, en cuestión de minutos las aguas se apaciguan. Nos reagrupamos nuevamente y comentamos lo divertido que ha sido el paso de la punta del faro, faltan adjetivos en mi archivo de vocabulario para contaros lo que he disfrutado. Increíble sensación la de estar ahora arriba, ahora abajo, ahora rompiendo con la quilla una columna salada, maravilloso, más lúdico imposible.

            Vamos recortando  oleaje,  acantilado y  paisaje. A lo lejos vemos la isla Mitjana, a la que también se conoce con los nombres de isla de los pulpos o isla de Ibn Arabí. Voy remando a ritmo cómodo, voy recordando las enseñanzas de Edulorca, Kikancho, Calvitopoll… y Anto. Esta mañana la cosa va de fábula, a ver que ocurre cuando me flaqueen las fuerzas. A babor llevo a un Gerardo lenguaraz que no deja de contarnos navegaciones pasadas, es interesante ir escuchando sus consejillos y chascarrillos, se nota que nos lleva ventaja en esto del mar y del kayak.

            A estribor nos alcanza otro estilizado engendro marino sin motor, nos saludamos y nos dice que iba a bucear un rato. Él sigue muy pegado al acantilado, imagino que irá estudiando donde poder fondear o arribar. Así vamos gastando minutos, encontrándonos con submarinistas de equipo autónomo y los de la otra clase, los que nunca me han hecho gracia, los del fusil. No es que esté en contra de nadie en concreto, pero eso de pescar las joyas que guarda el litoral me pone de los nervios, aunque si pudiera pagaría para que las flotas de arrastreros se quedaran en los astilleros con las cuadernas listas para San Juan.

            Se ve movimiento cerca de la isla, es un punto donde se suele practicar mucho submarinismo turístico, yo también fui uno de ellos en años pretéritos. Tuve la suerte de poder conocer los fondos de ese peñasco calizo que se ancla orgulloso y a modo de réplica de la isla de los Pavos. En el pasillo que se forma entre la sierra y el peñasco, hay una bella y aterciopelada pradera de posidonia, circundada en la parte más luminosa y menos profunda por los bellos y blanquecinos rizos de la padina pavónica. En esas praderas he visto desde liebres de mar, luciéndose a capricho, hasta las más agresivas dentarudas de un Dentox buscando presas que le calmen el voraz apetito. A la cara orientada a mar abierto hay un cortado que llega si no recuerdo mal hasta los 38 metros de profundidad, donde un gran número de bloques de piedra desordenados hacen del fondo un divertido laberinto en el que la vida marina es explosiva, maravillosa. Cuantos recuerdos, cuantos, en esa isla recuerdo haber llegado con “La Vicenta”, antiguo “Llaud”, de panza blanca y regalas azules, con Pedro Trives al timón, y después de una hora larga de inmersión, desoyendo los consejos de las consolas Suunto, nos llevamos al coleto una buena tortilla de cebolla, un atracón de magra con tomate y una botella de rico tinto jumillano. El regreso a puerto aquella tarde fue algo Homérico.

            La cueva del elefante tiene a Gerardo en jaque, anda algo ansioso por verla. No deja de ser una similitud de un saliente calizo, con la cabeza de un elefante. Todo depende de la perspectiva desde la que se mire y de las ganas de ver el elefante. A mi me resulta clarísima la similitud, pero al bueno de G. no se lo parece tanto. No pasa nada, cada uno ve las cosas desde su óptica, la mía como es tan fantástica… También conozco el fondo de ese rincón, buceé en un par de ocasiones, haciendo un bello circuito entre desprendimientos calizos alfombrados de  esponjas y algas.

            Los hombros van pidiendo una pausa y las tripas me rugen, en el tambucho de popa llevo una nevera con unas latas de cerveza, unas placas de hielo, un bocata de atún con tomate y un par de piezas de fruta. No veo el momento de clavarle el diente a esos manjares y de refrescar el gaznate con las ricas y refrescantes burbujas de gas carbónico de la cervecita.

           

        A estribor la playa. Hay que calibrar las proas para entrar en las arenas rubias, pues unos salientes pétreos asoman entre las olas que lamen la orilla. El primero en arribar es mi tocayo, que justo llegando, se vuelve juguetón y se reboza en arena y espuma de mar, después Gerardo, quien con gran aplomo deja su anaranjado kayak en el punto deseado, y yo, en silencio espero a que llegue una buena ola e intento hacer algo de surf. Lo consigo, me subo sin querer en la cresta de una simpática ola y rápidamente comienzo a sentir el flow, en segundos me veo varado en la arena y con un cañonazo de adrenalina en la sangre que no me deja ni hablar.

            Fuera los cubrebañeras, chalecos, camisetas, gorras… y al agua, al baño. Que gran recompensa después de dos horas de sol y sudor. Es el maná de los navegantes, sentir como la piel pierde esa grosera temperatura tan alta y cruje de frescor. Relajante al máximo, más no se puede pedir, bueno si, cambiar el sexo de mis acompañantes y tener una sombrilla.

            El lugar es grandioso. Estamos bajo miles de toneladas de roca, plegadas caprichosamente por el paso del tiempo. Mires donde mires, el roquedo está erosionado al más puro capricho artístico, no creo que exista una mente o haya existido jamás, que pueda llegar a concebir tanta filigrana y tanta hermosura, pues no sólo son las formas, sino la combinación del color, es un escándalo levantar la cabeza y con la nuca arqueada ver todo lo que hay sobre nosotros. No creo que sobrepase los cincuenta metros de ancho, y escasamente unos quince de arenas rubias y finas como el coral molido por la boca de algún pez loro. Tiene hasta donde poder dejar los kayaks a salvo del oleaje.

            En semejante paraíso, no podemos hacer otra cosa que abrir la nevera y dar rienda suelta a los apetitos más gulosos, al tiempo que miramos a alta mar y hacemos comentarios sobre lo increíble que es poder estar aquí en este momento.

            Hora del reembarque. Toca salir a contra olas, creo que nos vamos a reír un montón, la cosa promete muchos revolcones, las olas han crecido desde que llegamos. Comienza Gerardo, sale sin ningún problema, en esta ocasión ha optado por ponerse el cubrebañeras y evitar llenar de agua su piragua. Ahora voy yo. Me instalo, me pertrecho y con la mitad de la eslora en la arena, me empujo con los puños hacia el mar. Rompo una ola pequeña, otra mediana y de repente veo un muro salado que se lanza contra mi proa, no sé que va a ocurrir, pero me inclino un poco hacia delante, levanto los brazos con la pala paralela al firmamento y abro bien los ojos  para no perder detalle. El bofetón ha sido brutal, me ha levantado de proa una barbaridad, he caído a plomo, pero también se me ha caído mi bidón Fundax, y  no puedo dejar que la mar se lo quede, aparte de costar unos buenos euros, es algo que mi amigo M. Munuera no me perdonaría, así que alargo el brazo para prenderlo y sin darme cuenta, he puesto mi amura de babor paralela a la siguiente ola, que desafía con ser más grande que la última. El resultado es un centrifugado de piragüista, kayak, bidón térmico, arena, agua, risotadas bajo el agua. Dos solitarios navegantes que han llegado a la cala, se ríen cariñosamente ante tan divertido espectáculo.  Me armo de simpatía y vuelvo a la orilla, nuevamente repito la liturgia necesaria para estar listo, pero el pillo de Luis, me agarra y me arrastra hacia el mar de popa, esto promete más diversión, comienzo a remar para ir hacia atrás, que realmente es hacia delante y claro, a la segunda ola, vuelvo a partirme el pecho de risa en el fondo. Prefiero maniobrar la tercera oportunidad yo sólo y ahora con más templanza consigo salir sin más contratiempos, ha sido un rato de jugar en el parque al salir del colegio, nunca viene mal tener el sentido del humor tan blandito.

            Decidimos bordear la isla y así poder ver todos sus secretos. Las gaviotas y paiños, son testigos de nuestro paso por aquí, están por todas partes, vuelan con esa elegancia que las corrientes de aire les confieren, da gusto quedarse un rato viendo como reflejan sus sombras sobre el gran muro del acantilado. Es el mejor teatro de sombras chinescas que he visto nunca.

            Pero si la mañana está cuajada de caprichos, nos toca volver a franquear el punto donde a modo de cascada tropical, caen las aguas residuales de la ciudad de Benidorm. Lugar exultantemente contradictorio, pues con toda la materia orgánica que arroja a las aguas y tierras anexas a su cauce, ha crecido un micro entorno vegetal muy curioso de ver y seguro que de estudiar desde el ojo del botánico, pero nuestros ojos no dejan de contemplar una cascada de aguas marronáceas y miles de placas de similar color flotando por todas partes. Es el momento más disonante de la mañana.

            Me despido del elefante blanco, sé que si pudiera, nos guiñaría un ojo, pero ha preferido seguir con cara de petrificada, bañando su trompa con la neblina salina que sube por las paredes del monstruo. Mirando hacia el faro, te das cuenta de lo insignificantes que somos, nuestro tamaño es casi inexistente, somos como átomos, si no se nos mira con un buen microscopio no se nos puede ver.

            El ritmo es lento, no hay prisa, vamos algo desperdigados, Apegao va costeando, con ese coqueto movimiento que su desmontable ofrece, Gerardo va y vienen entre ambos, y yo no sé, pero a ritmo de las canciones de Iron Maiden, voy disfrutando del momento de forma ensoñadora, llegando a abstraerme en muchos momentos, incluso dejando de remar sin darme cuenta, quedándome absorto con lo que veo. Hay un tramo en el que una barrera natural rompeolas similar a una escollera, permite al de la desmontable cruzarla y jugar un poco a los exploradores. Yo prefiero la sobriedad de mi momento de contemplación.

            Remojo mi gorra en el agua, pues el sol está alto y sus afilados rayos caen como espadas de Damocles sobre nuestros cuerpos, comienzo a sentir la necesidad de finalizar, no me encuentro mal, pero si estoy cansado y tal vez un poco mareado por el vaivén de las olas, el sol, el cansancio y la digestión del bocata y la birra. La punta del faro está frente a nosotros.

           

          Quebramos sierra Helada nuevamente y la costa está llena de embarcaciones que como se suele decir, están: tomando el baño. Yo prefiero mantenerme alejado, pero mis compañeros, se entremezclan en esa marea de motores, bikinis, banderas de pabellón, y la costa. Vuelven a jugar al gato y al ratón con unos escollos, y me hacen señas para que yo también participe del rodeo, pero no me apetece, ahora la postal está frente a mis ojos  y no quiero irme sin impregnarme de ella. A mi derecha veo Altea, con su maravillosa cúpula eclesiástica, con sus encaladas casas del casco antiguo, con sus calles inundadas de bohemios, artistas y curiosos. El turquesa de estas aguas es muy característico, siempre me ha llamado la atención, siempre. Flotando, más que navegando me acerco al final de la mañana.

Altea

La salida en la playa es algo aparatosa, se hunden los pies en los grandes bolos de piedra y me tiene que asistir mi veterano tocayo. Así repito la operación con nuestro nuevo amigo y colega, y en un santiamén tenemos las tres naves sobre la acera, junto a los coches.

           

        Risas, mini recuerdos de la jornada, algunas fotos, y un fuerte apretón de manos. La aventura ha acabado. El mejor sabor de boca, no ha sido precisamente el salado del mar, sino el rico arroz asado de Carmen, con el que he regresado a casa envuelto en los acordes de Led Zepellin.

Un comentario »

  1. que envidia me das luis, cada vez me dan más ganas de pillarme una de esas naos….jejeje….me veo, me veo…..y que ricos proyectos!!!

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